martes, 16 de febrero de 2016

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la palabra
mediterráneo
me trae, siempre,
el azul más intenso
el marrón húmedo
de los acantilados
el blanco refractante
y rústico de las casas
el rojo anaranjado
de los tejados
y pequeñas salpicaduras
de verde

pero sobre todo
me acerca las revistas
de páginas gruesas
y formato ancho
que había en casa de mi abuela
(con su olor plástico característico)
cuya razón entendía a medias
pero que claramente iban
de los trends
del viejo continente
a mediados de los noventa:
filosos autos rosas
(si en los setenta
el diseño automotriz
alcanzó su tope,
en los noventa
tuvo, definitivamente,
una segunda oportunidad)
asientos cuadrangulares
pero imposiblemente confortables
en tonos de beige
pequeños balcones privados
con mesa y sillas para dos
hoteles absurdos
y cruceros de lujo
que en cierto punto
alimentaron mi sentido
de lo material
(ah, y relojes
cualquier cantidad
de relojes de pulsera;
no me acuerdo las marcas
pero quizás sí
las tipografías)
plazas largamente conocidas
ruinas y más ruinas
valles catalanes
y tapas
tapas virtualmente vacías
con el solo nombre de la revista
estampado arriba
(tapas que hoy
cuesta reproducir
por su sofisticación
o porque su público
no existe
ni va a existir
en este hemisferio)
y un auto refulgente
estacionado en la calle,
unas paredes blancas
y un intenso cartel
de neón